El racismo que mata

Iniciando agosto masacraron a cinco jóvenes en el barrio Llano Verde, en el sur oriente de Cali. Estas trágicas muertes, que lastimosamente solo se suman a las cifras de los estragos de la violencia en Colombia, han estado acompañadas de expresiones de instituciones, personalidades públicas y demás que le restan importancia a los hechos (aludiendo a la violencia generalizada en el país) y proponen únicamente el aumento del pie de fuerza. Por otro lado, y lo que más preocupa, es que se justifica y estigmatiza la vida de los menores, llegando incluso a ampliar el deseo de muerte a toda la población afrodescendiente. 

La muerte de jóvenes negros del pacífico colombiano no es un hecho nuevo. Sociólogos colombianos afirman que las esperanzas de vida de los hombres jóvenes se reducen por estar en situación de pobreza y ser parte de alguna comunidad racial o étnica. Por esto, resultan graves las expresiones que aparecen alrededor de este hecho. La violencia ha, sin duda, golpeado mucho más fuerte a los lugares periféricos de Colombia. Y no es un secreto que el pacífico colombiano se ha visto bastante afectado por actores armados. Esto, en parte, porque  ha sido de poco interés para la nación y cuenta con una presencia diferenciada o nula del Estado.  De ahí que estas muertes sean tomadas con tal naturalidad por los medios de comunicación e instituciones. Y por supuesto que no debe ser así: Eran jóvenes que tenían nombres, familia, esperanzas, ilusiones. Tenían vida y fue arrebatada por haber nacido en un territorio donde el Estado no ha podido garantizar su protección. 

Llano Verde es un barrio con una mayoría poblacional que se reconoce, igual que el resto del distrito de Aguablanca, como afrodescendiente o negra. Un lugar lleno de personas negras, empobrecidas y desplazadas que han sufrido y siguen sufriendo la violencia. Las instituciones caleñas y nacionales han prometido redoblar el pie de fuerza en el barrio y el sector, además de llegar a hacer justicia por los jóvenes masacrados. Pero esta justicia es la misma que el Estado ha prometido para otras masacres y asesinatos, como para el caso de los 12 jóvenes asesinados en el barrio punta del este en Buenaventura. Una Justicia que nunca llegó. Que tampoco llegó para otras poblaciones masacradas del pacífico colombiano.

Los enunciados que justifican la muerte de estos menores son variados, aduciendo que «todos los negros son ladrones» que  «mínimo eran delincuentes» y «se lo merecían» porque «era limpieza social y con ello le hicieron un bien a la ciudad». La mejor calificación de estas versiones es que se trata de una falta de empatía de niveles colosales. Son discursos que estigmatizan, que construyen y reproducen prejuicios sobre los cuerpos y territorios históricamente discriminados y empobrecidos (los racializados). Son la muestra más vil y feroz de lo violento que es el racismo como sistema de creencias. El racismo como exclusión y forma de poder ha perpetuado las injusticias y la revictimización de los cuerpos y territorios del pacífico. 

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